1) Existe el sesgo de disponibilidad. Los sucesos inusuales captan nuestra atención y provocan respuestas emocionales. Es decir, los sucesos nuevos son relevantes, los sucesos que se dan día a día pasan a ser ignorados.
2) La empatía refleja nuestros prejuicios. Es más fácil empatizar con personas cercanas y afines. Empatizamos, más fácilmente, por ejemplo, con aquellos que son de nuestro equipo de fútbol que del equipo contrario.
3) Podemos empatizar según la situación. Por ejemplo, se siente más empatía por las personas que han contraído el sida por una transfusión sanguínea que por las personas que lo han contraído por drogarse.
4) No se puede sentir empatía por más de una persona al mismo tiempo. Se puede sentir la tragedia de un niño muerto cuando sale en las noticias pero, no las muertes de miles de niños en todo el mundo que se están produciendo ese mismo día.
5) No siempre la empatía conlleva buenas acciones. Tener una alta empatía no nos hace buenas personas y tener poca no nos hace malos. Por ejemplo, padres que empatizan con el malestar de su hijo y en un intento de aliviar su sufrimiento, acaban consintiéndole en todo.
6) Tener una alta empatía no implica mayor felicidad. Si hay una preocupación excesiva por los otros, se anteponen las necesidades de los demás a las propias. Esto puede distraer de metas que son importantes para la persona, incluso dejar de lado su propia salud, por la fuerte empatía centrada en los demás.
7) La empatía no es compasión. En contraste con la empatía, la compasión no significa compartir el sufrimiento del otro: más bien, se caracteriza por sentimientos de amabilidad, interés y preocupación por el otro, así como también por una fuerte motivación de mejorar su bienestar.
Elisabet Aguiló
Psicóloga
Coach especialista en nutrición y salud
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